Hoy es miércoles, cerca de la oficina se instala el mercado. Veo caminar personas, muchas, que vienen con su bolsa de mandado. Se dirigen hacia esos puestos con techos de lona de distintos colores: rojos, amarillos, naranjas, verdes.
La calle se cierra, ocasiona caos vial y mal humor en los conductores. Yo me resigno a ir avanzando con lentitud mientras pienso en la cultura de mercadito que se lleva tatuada en el corazón mexicano.
Recuerdo a mi abuela y el tianguis en San Pedro el chico, con el carnicero bromeaba, con la verdulera cotorreaba, con el de los antojitos chismeaba, a la de los quesos aconsejaba, a las tortilleras resolvía alguna duda catequética.
Mi abuela era popular entre los puestos, todo el mundo la saludaba. Yo caminaba a su lado, más aburrida que una ostra, harta de cargar la bolsa del mandado que me lastimaba los dedos, con ganas de terminar lo más pronto posible con la vida social de mi abuela en el mercado. Ella lo sabía, al final me recompensaba con un buen taco de sal con tortilla recién hecha y una coca cola fría.
Al fin paso el atolladero. ¿Cuál es el atractivo de los mercados? ¿Que te digan marchantita o güerita? Supongo que el trato personalizado. Aún así, no cambio a las tiendas de autoservicio abiertas las 24 horas, con estacionamiento, aire acondicionado y carritos donde poner las compras aunque nadie sepa mi nombre.